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El brote de Ébola que se originó en marzo de este año, considerado ya como el más virulento de toda la historia de este virus con más de 7000 casos y 3300 muertes, pone sobre la mesa al menos tres reflexiones muy de fondo y de carácter estructural.

En primer lugar, las consecuencias del brote van mucho más allá de las cifras de mortalidad que la Organización Mundial de Salud (OMS) viene señalando, las cuales, por cierto, no recogen la cifra real ya que los propios gobiernos afectados reconocen que no son capaces de contabilizar la mortalidad que se está produciendo, por ejemplo, en lugares remotos. El caso es que la crisis del Ebola no está teniendo en cuenta los impactos indirectos y menos visibles de todo ello, manifestados en varios niveles:

  • Una mortalidad indirecta (no causada directamente por el Ebola) como consecuencia de otros problemas de salud que no pueden ser tratados debido al colapso del sistema sanitario;
  • Un importante impacto psicosocial que ha llevado a la estigmatización de personas y comunidades enteras y a crear un clima de cierto miedo y desconfianza entre la población;
  • Un impacto especialmente virulento en ciertos colectivos vulnerables, como los menores (muchos huérfanos resultantes de este brote) y las mujeres, teniendo en cuenta que, según la OMS, entre el 55% y el 60% de víctimas mortales y tres de cada cuatro muertes en el caso de Liberia, son precisamente mujeres; y finalmente,
  • Un grave impacto socioeconómico, fruto del aislamiento de comunidades enteras, de la suspensión de vuelos, el cierre de carreteras, o directamente, de la quiebra del comercio nacional.

En segundo lugar, la respuesta humanitaria internacional está llegando muy tarde, está siendo del todo insuficiente y además, se está viendo desbordada por la virulencia del brote. Si los gobiernos locales no dieron suficiente credibilidad a las alarmas que advertían de las posibles consecuencias en el origen del brote, la comunidad internacional, por su parte, subestimó totalmente la magnitud de la tragedia. Sólo organizaciones como Médicos Sin Fronteras (MSF) advirtieron seriamente de que nos encontrábamos ante un «tsunami» al que nadie estaba haciendo el caso suficiente. Ahora, cuando el fuego se ha descontrolado y ha amenazado con llamar a la puerta de los países occidentales es cuando la reacción ha comenzado a hacerse notar tímidamente. Sin embargo, los compromisos y recursos para apagar este fuego siguen siendo del todo insuficientes. Con todo ello, la propia OMS o el Center for Disease Control and Prevention ya han advertido de que el mejor escenario para los próximos meses supondrá que en el mes de enero ya se registren unos 20.000 casos, mientras que los peores escenarios (aparentemente, poco probables) hablan de 1,4 millones de casos a principios del próximo año.

Finalmente, las causas de fondo para explicar cómo hemos podido llegar a una situación como la actual hacen necesario combinar una perspectiva local con una de tipo global. Localmente, es obvio que el virus se ha extendido en países post-conflicto, caracterizados por una grave vulnerabilidad social y política y en el que los índices de desarrollo humano son simplemente terribles (Liberia sólo tiene 45 médicos para una población de 4,5 millones de personas, mientras que, a modo de ejemplo, la ciudad de Chicago en EE.UU. tiene más médicos de nacionalidad sierraleonesa que la propia Sierra Leona). A esta situación hay que sumar un estado de las vías de comunicación totalmente deficitario: carreteras colapsadas y en muy mal estado que provocan que algunas personas tengan que caminar horas y horas para llegar a un centro de salud. Asimismo, hay que tener en cuenta la dimensión cultural. Las prácticas tradicionales de cuidado o entierro de los muertos, que implican el contacto con las personas afectadas, o bien los rumores y mitos que circulan por diferentes países sobre la veracidad del virus (en Sierra Leona, por ejemplo, el gobierno se vio obligado a hacer una campaña titulada «Ebola is real» para explicar a una población adulta, un 70% de la cual es analfabeta, que el ébola no era una ficción) han contribuido al empeoramiento del escenario actual.

A esta realidad interna, de todos modos, hay que sumar una agenda internacional que en los últimos años y en países políticamente muy inestables como Sierra Leona o Liberia ha llevado a cabo una serie de políticas centradas esencialmente en el fortalecimiento militar del ejército y de la policía, confiando en que la seguridad y la estabilidad interna llevarían a largo plazo al desarrollo socioeconómico. No obstante, y tal y como han denunciado muchos activistas y académicos, fruto de estas políticas «securitizadoras» estos países han logrado cierta estabilidad, pero en términos socioeconómicos han avanzado muy poco o nada después del final de sus respectivas guerras, hasta el punto que en términos de mortalidad infantil o de acceso a bienes básicos, la situación en algunos casos es incluso peor que durante la guerra. Este hecho no es trivial ya que, en lugar de apuntalar las bases de la seguridad humana (concepto integral de seguridad que pone el bienestar y la dignidad de las personas en el centro) se ha apostado más por un tipo de seguridad restrictiva y esencialmente militar que no sólo no ha mejorado la vida del conjunto de las personas sino que, como se demuestra ahora, han impedido construir sobre cimientos sociales y económicos sólidos.

Todo ello evidencia tres cosas: a) la necesidad de una actuación humanitaria internacional con carácter de urgencia que apague definitivamente este fuego que se está llevando miles de vidas; b) tener en cuenta el conjunto de determinantes sociales, políticos, culturales y geopolíticos que subyacen en este drama, fruto de una mirada local-global y compleja, yc) revertir de una vez el orden de prioridades internacionales, que tan a menudo condenan las necesidades humanas a los últimos lugares de la agenda.